XIII

Los días siguientes transcurrieron en indolente monotonía. Parecía como si la noche se hubiese tragado la disputa. Ninguno de ambos esposos volvió a tratar de la cuestión. Pero la señora Reiman evitaba aún más que antes el encuentro con su marido. Interiormente estaba enojada por haberse comprometido tanto delante de él.

Ahora, él sabía con certeza, que no era enfermedad el aliciente de su conducta, sino celos y que ella sentía odio hacia la Kersen, haciéndolo todo para disputar a Bernardo a la ciega. Entonces sus pensamientos volvieron a dirigirse nuevamente contra la señora Kersen.

“¡Oh, esta mujer!” Ella estaba junto a la ventana torturándose los labios a mordiscos.

Todo estaba girando en caos tenebroso a su alrededor, sofocando irremisiblemente el renacimiento de pensamientos mejores. De todas maneras, quería influir sobre su hijo, para que suspendiera todo trato con los Kersen. Pero, ¿cómo?, ¿con qué medios?

—¡Dios mío! ¿Es tan débil mi voluntad de madre que no pueda hacer ningún uso de ella? —pensaba.

También aquí sentía la pared divisoria que se hallaba entre su hijo y ella. El concepto de “madrastra” no era, por cierto, ninguna palabra hueca y sin sentido. Ella trataba de encontrar el puente que pudiera conducirla hacia él. Una risa sardónica reflejóse en su semblante mientras desechaba uno que otro medio para tal objeto. Su impaciencia incitante la hizo marchar de la ventana. De repente, un pensamiento la hizo estremecer. Su faz se esclareció. El profesor Mertin, el maestro de su hijo que tanta influencia tenía sobre él. A él se había de confiar. Ahora en los días antes del examen, había llegado el momento oportuno para ello. El ya hallaría la manera conveniente para curarlo de su insensato fanatismo por la ciega, y una vez librado de estas trabas, se pondría por sí mismo al lado de ella y pediría con ella al padre la denuncia de la hipoteca.

Efectivamente, éste era el único recurso salvador con el cual saciaría su venganza.

Esta tonta, tenía que venir irremisiblemente en su busca a pedirle perdón por la ofensa que le había hecho. No había sido increíble que la señora Kersen se saliera corriendo dejándola en medio del cuarto como a una tonta, gritándole aún que ella había sido la elegida por su esposo. ¡Qué necio había sido de su parte hacerle recordar esto nuevamente; cuando debía saber muy bien que la más fuerte era ella, pues el dinero confiere al que lo tiene, al mismo tiempo, un cierto poder!

Echó la cabeza hacia atrás y sus ojos brillaron llenos de triunfo. con una mirada a su reloj cubierta de brillantes, exclamó:

—Aún hay tiempo. Si no me equivoco, el profesor recibe a esta hora.

Y, rápidamente decidida, llamó a su doncella para que la ayudara a vestirse.

Antes de salir, le encargó que cuando su marido o su hijo preguntaran por ella, les dijera que había ido a visitar a su amiga, la señora del consejero Wilckens.

Y enseguida se puso en camino, sonriendo llena de confianza.

Al entrar en la casa del profesor, dio con su hija Elfrida, con la cual se conocían de vista; y parece que una corriente telepática se comunicó entre ambas mujeres.

Elfrida pensó: “Esta es la ocasión de influir a la madre para conquistar a su hijo Bernardo, de quien sabemos estaba enamorada”. Y la madre se dijo: “Esta es la mujer que debo elegir como esposa de Bernardo, para poder quitar a la ciega de en medio”.

La conversación entre ambas mujeres fue un totun revolutum, pero la radio telepatía entre ambos cerebros excitados, había establecido su comunicación, y, al levantarse, la muchacha al llamado del alma de llaves, tanto ella como la madrastra de Bernardo, creían haberse entendido.

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